MIENTRAS SEAMOS JÓVENES

EL SÍNDROME DE PETER PAN

mientras seamos

Durante buena parte del metraje de MIENTRAS SEAMOS JÓVENES, último film de Noah Baumbach, director de la hipervalorada e irritante Frances Ha (con la que comparte alguna de sus enseñanzas), se esconde, quizá, el retrato más acertado del choque de generaciones y de la tan famosa crisis que asola a la sociedad una vez pasada la cuarentena visto en la última década. Con mucho humor, con mucha ironía, pero también con una veracidad aplastante, tan bien ejecutada que resulta imposible no identificarse con algunas de las situaciones que acontecen, ya sea en primera o tercera persona.

Mientras seamos jóvenesLa vida es una continua aceptación. Aceptamos, día sí y día también, las reglas que marca la sociedad y lo que ésta espera de nosotros si no queremos quedarnos a la vera el camino. Este es, precisamente, el dilema que acongoja a la pareja formada por Ben Stiller y Naomi Watts; casados, cuarentones… pero sin hijos. A pesar de que conviven y comparten actividades con gente de su misma edad, formada por familias estables y un tanto relamidas, la ausencia de un vástago hace que sientan un total desapego a su generación. La aparición de dos jóvenes entusiastas amantes de la vida, la música y los chamanes, fiel reflejo de lo que una vez fueron, supondrá un soplo de aire fresco en sus vidas, así como una peligrosa alteración de su particular zona de confort.

Con una primera hora sensacional, la película encuentra su punto álgido en la reveladora descripción que hace de ambas etapas, sobre todo cuando juega a visualizar el contraste más directo (fantástico el montaje paralelo de las parejas en su rutina diaria, en donde se compara la dinámica “hipster” frente al aburguesamiento tecnológico), y en algunas de sus punzantes frases (“no es el diablo, tan solo es joven”). Los peros, marcados por la hinchada subtrama documental, un macguffin inicial que poco a poco cobra una importancia innecesaria, son males menores en un film tan divertido como extrañamente descorazonador. Y es que, por mucho que se imponga el happy end (o no), al final sólo queda la resignación. Y eso, más que apacible, puede resultar inquietante.

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