LA GRAN EVASIÓN PERRUNA
Generador de pasiones inusitadas (lo pudimos comprobar el pasado mes de febrero, cuando su coloquio en Madrid provocó colas interminables de personas durante la lluviosa madrugada anterior), también del rechazo de un no tan pequeño grupo de cinéfilos, incapaces de apreciar sus reverenciadas cualidades artísticas, el director Wes Anderson ha sabido, con todo, fabricar un particularísimo universo propio totalmente identificable para el espectador, en donde nostalgia y comicidad se estrechan fuertemente la mano y que le ha convertido en objeto de culto e influencia de multitud de cineastas noveles entusiastas de sus sonoras extravagancias. Un mérito que, pese a quien le pese, no se le puede discutir.
Y en mitad de tanto partidario y opositor, en un colectivo más reducido, nos encontramos aquellos que aplaudimos muchas de sus concesiones autoriales con la misma efusividad que reprobamos algunas de sus cuestionables e incipientes manías. En mi caso, admiro su virtuosismo técnico, sus cromatismos rojizos, el olor de mi adorado Kubrick en la sobreexposición de imágenes, la capacidad de trasladar al espectador a un imaginario nunca hasta conocido en la gran pantalla. En cambio, reconozco que no comulgo ni con su humor cartoonesco ni con el desarrollo estático de sus viñetas (no así con sus planteamientos, brillantes sobre papel), casi siempre aséptico, ridículamente esperpéntico y transgresor. A veces, porque no entiendo qué demonios quiere contarme (Life aquatic); otras porque, directamente, el surrealismo y la pseudointelectualidad de sus diálogos me sacan completamente de quicio (Moonrise Kingdom. Sí, Moonrise Kingdom).
Solo dos de sus largometrajes han conseguido, con muchas reservas, levantarme los ánimos: El gran hotel Budapest, evocadora y fantasmagórica mirada a un tiempo que se resiste a desaparecer, y Fantástico Sr. Fox, su celebradísima aproximación al terreno de la animación, un género en el que, como así atestigua el relato que nos ocupa, parece sentirme más cómodo y flexible. Tan cómodo que, con ISLA DE PERROS, notable fábula animalista con crítica implícita a los regímenes totalitarios (dardos envenenados a la política estadounidense actual inclusive), no solo ha filmado su trabajo más conmovedor hasta la fecha; también, y gracias a la coalición de un libreto mucho más sólido que de costumbre, basado de una historia concebida junto a los ya imprescindibles Roman Coppola y Jason Schawrtzman, y de sus ya consabidos y laureados intereses (la composición de los encuadres, la milimétrica simetría de los planos, los exacerbados tonos visuales y sus sempiternos zooms siguen siendo prodigiosos), la película que podría abrir las puertas de su cine a sus fieles detractores. Mismo Anderson, pero mejor.
Y aunque algunos (pocos) de sus erráticos amaneramientos siguen presentes, la duración se extienda innecesariamente y se empeñe en llenar el metraje de personajes que poco o nada aportan al ingenioso argumento, sobre todo en un tramo final algo atropellado, esta melancólica a la par que vitalista obra, plagada de mil y un detalles en cada secuencia, nos deja algunas de las reflexiones más brillantes de la animación reciente: por un lado, su sentido y cálido tributo a la sabiduría y cultura feudal nipona, subrayada por una espléndida partitura de Alexandre Desplat y por los guiños directos a grandes del celuloide como Kurosawa y Miyazaki; por otro, un bellísimo mensaje conclusivo ya acariciado por el realizador en otros proyectos anteriores, pero aquí altamente gratificante: en un mundo insensibilizado, dominado por el caos y arruinado por la tiranía, el odio y la codicia de los adultos, solo la inocencia y la valentía de los más pequeños podrán sacar a flote la poca humanidad que todavía conservamos.