LOS PRIMEROS AMIGOS
La historia de camaradería de dos chavales inseparables, unidos por la mano del destino y separados por la de sus respectivos padres, sirve al director Ira Sachs para trazar en VERANO EN BROOKLYN (variopinta traducción del original y revelador Little men) una sentida, agridulce y conmovedora fotografía de la adolescencia. Sin artificios, sin escenas directas al lagrimal; tan solo capturando la cotidianidad más reconocible y transparente. Como ejemplo, la aguda descripción de los jóvenes protagonistas y sus personalidades bien diferenciadas: uno, centro de atención del grupo; el otro, novato en temas de amistad. Las miradas de complicidad entre ambos, la naturalidad que desprenden compartiendo confidencias en el metro, recorriendo las calles del distrito a golpe de patinete (maravillosas transiciones temporales) o disfrutando de pequeños momentos de devaneo con sus compañeros de juerga, instantes rodados con una lucidez próxima al Truffaut que capturaba la sonrisa de sus diminutas estrellas sin que ellas lo intuyeran, dota a la cinta de una sinceridad aplastante, de esa llama que convierte a los buenos relatos en narraciones con alma, con corazón.
La fuerza de la película no sería la misma sin el papel taxativo de los adultos, encabezados por el siempre magnífico Greg Kinnear. Sachs, huyendo de cualquier tipo de lección moralizadora y juicios de valor, deja que sean ellos los que marquen los compases de la amistad de sus vástagos, siendo sus ambiciones y decisiones (ya estén basadas en la clemencia o en el orgullo que proporcionan las titulaciones universitarias) determinantes en el devenir de la relación. Cuando el conflicto de intereses explota, ambas partes, de alguna manera, tienen razón. Y todos se equivocan, y aprenden de sus errores. O quizás no. Pura contradicción humana, consumada con una brillante reflexión final acorde con la naturaleza reflexiva del film: el tiempo es el único que pone orden al desorden. Y todo vuelve a fluir. Como la vida misma.