ROMPIENDO EL HIELO
A los Oscar les gustan los biopics. Si no lo tienen claro, echen un ojo a ediciones pasadas de la ceremonia: acompañando a la propuesta indie del año, esa de la que todo el mundo habla en el momento de su concepción y que el tiempo desvanece de nuestra memoria pasada la gala, y a la producción afroamericana de ocasión, presente para evitar las críticas feroces de los académicos más pseudoprogresistas, se cuela, en las categorías principales, la típica película que trata de ensalzar (o en algunos casos, desmitificar) la figura de un personaje emblemático y clave en el terreno de su profesión. Sus características de concepto y fondo son fácilmente identificables: condescendencia en su tratamiento, remarcada, además, por un academicismo mal entendido, pomposo y falsamente emotivo; una descripción lineal de los hechos, ejecutada con más comodidad que riesgo; y, principalmente, una interpretación del actor que lo interpreta, casi siempre condecorada con la preciada estatuilla, más mimética que excepcional.
Este año, contra todo pronóstico, parecía que iban a ser dos los largometrajes de esta materia que entrarían en las candidaturas principales. Por un lado teníamos El instante más oscuro, retrato de los días más negros del mandatario Churchill y su lucha contra el Régimen nazi en plena Segunda Mundial, dotado, hasta el hastío, de las dudosas virtudes expuestas en el anterior párrafo; por otro, la cinta que nos ocupa, YO, TONYA, complejísima fotografía de la polémica patinadora americana Tonya Harding transcrita en formato de falso documental, excitante en su diseño visual e indomesticable en su provocadora narrativa. Finalmente, solo uno de ellos ha logrado formar de esta poco sorprendente carrera de premios. Imagino que ya habrán deducido cuál es.
Reflexiones aparte, ¿qué hace que esta cinta sea uno de los espectáculos más inteligentes, irreverentes y ásperos de la temporada? Precisamente, la sustitución de los artificios y los estereotipos aceptados por este género tan benevolente en favor de la lucidez creativa. “A los americanos se les ama y odia a partes iguales. Tonya era cien por cien americana”– con esta aseveración, expuesta en los primeros minutos de metraje y toda una declaración de intenciones de lo que veremos seguidamente, se presenta orgullosamente una opereta pletórica en su transgresión de los estandartes narrativos y en su feliz combinación de géneros, desde la prosa desquiciada, musical y camorrista impresa por el Martin Scorsese de Uno de los nuestros (ruptura de la cuarta pared incluida) a la elegancia y el humor endiabladamente negro de los hermanos Coen. En ella cabe de todo, y todo abordado con personalidad propia, única.
Amenizada de forma impecable (sí, se me acaban los adjetivos entusiastas) por Margot Robbie y Allison Janney, maquiavélica metamorfosis de la Margaret White de Carrie, sin Biblia en mano pero con pájaro al hombro cual temible pirata de los mares, el film sobresale, igualmente, en el osadísimo tratamiento que otorga a situaciones tan peliagudas como el maltrato infantil o la violencia de género y en la descripción del patetismo y el espíritu gañán reinante en esa América profunda que todavía late en El país de las libertades, culminada con una antológica secuencia final en donde se refleja, como en pocos relatos, el paralelismo y la dualidad existente entre el sueño americano y la más sangrienta realidad. Y esto, en los tiempos que nos ha tocado vivir, lastrados por el insoportable hedor de lo políticamente correcto, tiene un mérito incalculable.