EN TIERRA DE HOMBRES
Fiel y distinguida discípula de Jesucristo, testigo presencial de su muerte en cruz y primera de su Resurrección, la figura de María Magdalena ha estado ligada, sin embargo, a la tradición cristiana occidental implantada durante los años oscuros de la Edad Media. En ella, y a raíz de una confusión (intencionada o no) acontecida durante una homilía de Pascua por parte del papa Gregorio el Grande, su imagen se ha visto distorsionada con diferentes personajes presentes en determinados pasajes del Nuevo Testamento, desde la pecadora arrepentida a la mujer infiel salvada por el Mesías momentos antes de su lapidación. Dicha amalgama de identidades, aprovechada por no pocos seguidores de La Palabra como modo de condenación al ostracismo, se extendió rápidamente a la liturgia eclesiástica, la predicación y al mundo del arte. Y por ende, y varios siglos después, a las mismísimas tiras de celuloide.
(Casi) todas las películas que han explorado la vida y milagros del hijo de Dios han enfatizado, precisamente, la imagen penitente y derrotada de la “Apóstol de los apóstoles”. Véanse, para corroborarlo, sus más sonoras aproximaciones: Rey de Reyes, con nuestra coqueta e inolvidable Carmen Sevilla en el papel protagonista; Jesús de Nazareth, la mastodóntica producción de Franco Zefirelli en donde se producía una separación conceptual entre la adúltera (Claudia Cardinale) y la propia Magdalena, descrita como una prostituta afligida por sus actos impuros e interpretada por la estupenda Anne Bancroft; y La Pasión de Cristo, orquestada bajo la batuta sanguinolenta de un descontrolado (y formidable) Mel Gibson y con el rostro marchitado de la bellísima actriz italiana Mónica Bellucci.
Próxima (diferencias evidentes aparte) a la compleja dualidad de sentimientos que escondían las letras entonadas por la Magdalena de la ópera-rock de Andrew Lloyd Webber Jesucristo Superstar, la cinta que nos ocupa, más que cuestionar el relato místico de Cristo y su obra sobrenatural, pretende dar voz y voto a la compañera que lo escoltó en su periplo por las tierras de Jerusalem. Adherida a las incipientes corrientes feministas contemporáneas, poética tanto en sus destellos oníricos como en los más terrenales, lo mejor de la interesantísima MARÍA MAGDALENA se halla en las descripciones de los tres vértices que conformaron la piedra angular del nazareno en sus últimos días: el apóstol Pedro, político más que evangelizador, soldado de Dios y defensor de una improbable revolución de las masas; Judas Iscariote, insólitamente contemplado como una víctima de sus propias quimeras; y la propia María, visualizada como una mujer de firmes convicciones, pionera en sus decisiones finales (“Tantos hombres con Él. Te perderás”, le auguran sus más allegados) y fascinada por la oratoria del Maestro.
Clarificada con detalles de gran fuerza y rebeldía (la figura de Pedro separando a la pareja durante la última cena, la sombra de Magdalena anexionándose a la de la Crucifixión), dibujados en mitad de un tempo austero, cocinado a fuego lento, y recalcados por el buen hacer de Rooney Mara y Joaquin Phoenix, posiblemente sus mayores inseguridades, como ya ocurriera con la anterior película de su director (la inestable Lion), residan en la falta de temeridad que posee la naturaleza de la propuesta: ni es lo suficientemente transgresora para los más escépticos ni lo convenientemente religiosa y fidedigna para los devotos del Evangelio. Pero esto, para los que nos encontramos en tierra de nadie, más que como un defecto, puede apreciarse como una excelente virtud.