UNA OBRA MENOR MÁS (Y VAN…)
Que Woody Allen es un artista de una fuerza ilimitada es tan cierto como que, desde hace ya varios lustros, no produce una obra a la altura de su incuestionable prestigio. Los años no pasan en balde y su escritura, en otros tiempos fresca, inteligente, espléndidamente trasladada a la gran pantalla por una dirección igual de acertada y rebosante de situaciones hilarantes (o hilarantemente trágicas, según el género de la cinta) ha dejado de poseer la grandeza que la caracterizaba, viéndose empañada por el tedio, la falta de ritmo y, principalmente, la ausencia de ideas cautivadoras.
Lejos quedan ya sus mejores trabajos, llámense Annie Hall, Manhattan o Días de radio, y aquellas décadas en las que, año tras año, nos regalaba piezas de incalculable inteligencia y belleza, caso de los noventa con películas como Maridos y mujeres, Misterioso asesinato en Manhattan (su obra contemporánea más comercial y, con el paso de los años, memorable), Balas sobre Broadway y Poderosa Afrodita. Todas seguidas, todas magníficas. Su estrella, su gran estrella, se apagó con los destellos nostálgicamente trasnochados y fascinantes de Midnight in Paris. Desde entonces, y como le ocurre al bueno de Eastwood, otro grande cuya aureola ha desaparecido con los achaques de la edad, su filmografía se organiza entre productos eficientes (la muy entretenida Irrational Man) y largometrajes impropios de su perspicacia e ingenio (la insulsa Cafe Society).
En WONDER WHEEL, primer encuentro cinematográfico del realizador con la estupenda actriz Kate Winslet, conviven elementos aislados tan atractivos como para hacernos pensar que, por fin, el espectador se reencontrará con el irresistible hechizo del cineasta neoyorquino: planos exquisitos (y un tanto almibarados, todo sea dicho) donde varía, en una misma escena, la paleta de colores que la componen; diálogos punzantes, algunos con claras connotaciones teatrales, en donde el drama y la comedia se mezclan con la misma naturalidad; y la sólida, decadente y arisca interpretación de la protagonista de Revolutionary Road. Pero su conjunto, nada desdeñable pero ausente de brío, nervio y emoción, queda en buena medida aplastado por la artificialidad de su carácter escénico y algunas dudosas decisiones de casting (la elección del nefasto Justin Timberlake y la aniñada Juno Temple). Ni los ecos trágico-poéticos de Tennesse Williams y su tranvía llamado deseo, ya acariciados por el realizador en la sobrevalorada e histérica Blue Jasmine, ni la evocación persistente de unos años cincuenta salpicados por las barracas de feria y la música de carrusel consiguen levantar un relato cuyos mayores defectos radican en la excesiva previsibilidad de su historia y en la, sorprendentemente, anodina y desangelada dirección del propio Allen.
A ratos desganada, casi siempre aséptica, representada por unos personajes que apenas dejan huella y con los que no estableces ningún tipo de empatía, sólo los identificables títulos iniciales y de cierre y las chispeantes piezas musicales atestiguan que, detrás de este proyecto, se encuentra la firma de uno de los directores más personales, arriesgados y brillantes del séptimo arte.