PALABRA DE ARONOFSKY
Hay películas que han nacido para romper cualquier tipo de esquema cinematográfico previamente definido, poniendo patas arriba todo aquello que creías haber visto, escuchado y experimentado hasta entonces en los límites de la gran pantalla. Tan bestiales, tan puramente intensas, tan atípicas en la magnitud de su propuesta, que los códigos con los que trabajan no son aptos para todos los paladares, ni siquiera para aquellos críticos curtidos en la experiencia de años incontables de trabajo. La radicalidad de su envoltorio, unido a un declarado afán de provocación, encriptan el valor del mensaje y abren nuevos dominios narrativos ignotos en la historia del séptimo arte, chocando con el conservadurismo y la corrección política de una amplia mayoría y condenándolas a una división tan profunda que el término medio brilla por su ausencia: o las amas hasta la extenuación o las aborreces sin compasión alguna.
El tiempo, eso sí, se acaba convirtiendo en el gran aliado de esta colección de insólitas piezas. Su condición de revolucionarias, de haber nacido en una época que no les corresponde, se constata en el momento en que su influencia se cristaliza en posteriores proyectos cinematográficos. Y en este sentido, en el influjo plástico y narrativo de su cine, el director Darren Aronofsky es clave para entender los derroteros adoptados en el celuloide de principios de milenio. Auténtico Creador (nótese la mayúscula) de atmósferas, promotor de algunas de las más extraordinarias obras recientes, armas de doble filo tan vitoreadas como denostadas (con Cisne Negro y la incomprendida La fuente de la vida en la cúspide de su carrera), su visionaria y tétrica inventiva le ha permitido bucear y diseccionar, como sólo han conseguido genios de la talla de Polanski, Lynch y Buñuel, los complejos y atrayentes recovecos de la locura. Fatalismo, desasosiego y decadencia forma parte de su jerga cinematográfica. Y como exponían sus referencias, para sacar el máximo jugo a sus descarriados personajes, los aboca a un descenso a los infiernos sin billete de vuelta. Allí, en la autodestrucción, en los designios del sacrificio final, es capaz de encontrar la belleza más pura y sublime. La catarsis última. Características nuevamente presentes en MOTHER!, su último y monumental trabajo.
Como buen maestro de ceremonias, y bajo los engranajes propios de la temática de invasiones domésticas, Aronofsky atrapa a la audiencia en su inquietante telaraña haciendo suyo el lenguaje expositivo de su reverenciado Polanski y ensalzando los elementos paranoicos y definitorios de su obra cumbre, La semilla del diablo: una mujer de cálida mirada y aspecto incorrupto, álter ego de la también virginal Rosemary Woodhouse; un marido de porte enigmático; extraños sin nombre que poco a poco van adueñándose del caserón en el que se desarrolla el relato… El terror se va apoderando poco a poco de la narración, la teatralidad de su ejecución se vuelve irrespirable y uno no puede evitar sentir la inequívoca sensación de que esas presencias que conspiran contra nuestra heroína, perseguida de forma insidiosa por la cámara del director, esconden una lectura mayor que la del subgénero en el que presumiblemente se encuadra la cinta. No es hasta la segunda parte del acto, con ecos de tragedia griega, cuando se vislumbra el verdadero corazón de la película: en su anarquía, en sus delirantes y mefistofélicas instantáneas, se esconde una alucinógena metáfora con alas místicas sobre la Creación, la tentación, la codicia de los hombres y la destrucción del único paraíso que conocemos. Sus mensajes cifrados, cargados de un irrefrenable oscurantismo, se desnudan y arrasan con los esquemas del espectador, siendo necesaria su participación a la hora de dar sentido al vodevil apocalíptico propuesto por el realizador.
Arriesgadísima en cada trazo, en cada símbolo bíblico propuesto, el cineasta ha firmado, probablemente, la película más personal e impactante de su filmografía. También, la que marcara los senderos artísticos de sus próximos proyectos, siempre y cuando se deje llevar por sus corazonadas y no por la respuesta, seguramente funesta, del público mayoritario. Su falta de complejos, libre de convencionalismos, y su celebración del exceso y el frenesí la convierten en una obra maestra de múltiples interpretaciones, pero poseedora de una única Verdad. Y, sobre todo, en una rara avis en su búsqueda de nuevos enfoques narrativos. El cine no ha muerto, tiene vida, y todavía existen artesanos capaces de reiniciar, una y otra vez, la magia universal que se esconde en sus entrañas. mother! es la prueba fehaciente de ello. Palabra de Aronofsky.