LA ESPÍA QUE SURGIÓ DEL FRÍO
Admitamos la verdad: uno entra a ver GORRIÓN ROJO, último trabajo de Francis Lawrence, artífice de éxitos cinematográficos de dudosa reputación (dirigió las soporíferas secuelas de Los juegos del hambre), creyendo que se encontrará con el típico blockbuster modelado como vehículo de lucimiento de su exitosa y flamante protagonista, la actriz Jennifer Lawrence, y cuya finalidad última consistirá en trasladar el éxito de público del best-seller de la temporada, en este caso la triunfal novela homónima de Jason Matthews, al formato cinematográfico. Poco importará su argumento, la excelencia de los diálogos, el acabado artístico o la coherencia entre sus secuencias de aventuras (las cuales, con toda probabilidad, explotarán hasta el hastío el inmejorable rostro de su estrella) siempre y cuando la taquilla responda de forma contundente. Imaginábamos, pues, un producto menor, escaso de contenido, palomitero e irremediablemente olvidable.
Por fortuna, la realidad poco tiene que ver con nuestra desconfianza inicial: ni el relato de base es desdeñable (más bien todo lo contrario, constituyendo un ejemplo de escritura y precisión) ni la película centra sus atributos en la presencia de su femme fatale, una, por otro lado, apabullante Lawrence pos-Mother! en la enésima demostración de su valía interpretativa. Allí donde la mayoría de estos espectáculos fracasan, dejándose llevar por los maniqueísmos y la grandilocuencia de sus planteamientos, esta sorprendentemente ambiciosa producción, historia de espionaje sobre jóvenes reclutados por el Gobierno ruso y amaestrados con el fin de proteger los intereses del Régimen («a partir de ahora, vuestro cuerpo pertenece al Estado»), triunfa gracias a la sólida y elegantísima puesta en escena y al atrevimiento que asume en la ejecución de su guion: primero, por la violencia psicológica y explícita que imprime en sus mejores escenas; y segundo, y estrechamente relacionado, por la insólita sordidez sexual con la que expone el aleccionamiento físico y mental de estos agentes entrenados como auténticas máquinas de matar. Y todo ello sin salir de los cánones perfilados por el indistinguible aroma del entretenimiento hollywoodiense.
Bebiendo del mejor thriller de espías de los setenta, de John le Carré e incluso de la Nikita de Luc Besson (o en su vertiente americana, La asesina de John Badham), está espléndida cinta, tan seductora como extenuante, atesora, además, una brillante vuelta de tuerca final, indispensable para dar sentido completo al rompecabezas expuesto, y un apunte cinéfilo acorde con su latente morbosidad: visualizar a una portentosa Charlotte Rampling, directora del recinto en el que se preparan los agentes secretos, en una actuación que evoca, irremediablemente, a su papel más recordado: el de la sombría Lucía de Portero de noche. Puro masoquismo.