SIN RASTRO DEL OCTAVO PASAJERO
Recuerdo, con especial nitidez, la primera vez que vi Alien, el octavo pasajero. Era una gélida madrugada de Nochevieja y yo, con apenas 8 años (siempre fui muy precoz en los menesteres del terror) me moría de curiosidad por descubrir qué se escondía en una película que había conseguido, para mi asombro, la máxima puntuación en la sección televisiva del periódico dominical, algo impensable en un género vapuleado desde siempre por la crítica especializada. Prometía gritos, noches en vela, incesantes momentos de angustia y congoja. A caballo entre la actualización del cine de monstruos de los años cincuenta y la reformulación de los viejos seriales basados en la temática de caserón con espeluznante inquilino trasladado al espacio exterior, la corpulencia de su puesta en escena, así con la asfixiante verosimilitud de sus imágenes, dejaron clavado en el sofá a aquel niño de mente inquieta pero demasiado inocente como para soportar las carnicerías perpetradas por tan emblemático xenomorfo. Su habilidad para introducirse en nuestros miedos, sugiriendo más que mostrando el germen del horror, crearon en mí un estado de desasosiego desconocido hasta entonces. Y, por supuesto, de abrumadora fascinación.
Revisionada hasta la extenuación (siendo capaz de agilizar algunos de sus diálogos en mi memoria), la cinta, a día de hoy, no ha perdido un ápice de su esencia, de su abrasadora fuerza. Al contrario, la gran cantidad de productos alternativos originados de su éxito (es, junto con Psicosis y El exorcista, el largometraje más mancillado del género), la magnífica dosificación del suspense y la dirección de un Ridley Scott en plena forma, palpable en sus innumerables hallazgos visuales, han otorgado mayor poder si cabe a esta aterradora fábrica de pesadillas nocturnas. Desgraciadamente, ni sus secuelas (a excepción de la primera, la muy divertida Aliens) ni su spin off, la fallida (aunque digna) Prometheus, han estado a la altura de un relato, siendo justos, difícilmente superable.
En principio, ALIEN COVENANT, nuevo capítulo de la saga, nace con el propósito de subsanar los errores acaecidos en pasadas entregas, demandado una vuelta a las raíces y a los terrores que habitaban en los pasillos de la inolvidable nave Nostromo. Al menos, así nos lo habían vendido. No obstante, y contra todo pronóstico, Scott traiciona el espíritu de la original (las monster movies de Serie B ya mencionadas) en favor de la ampulosidad y los derroteros filosóficos y pseudoexistencialistas marcados en la anterior precuela. Un tremendo error que se acentúa por el descontrol de temas y la falta de identidad que el director proyecta sobre la pantalla: por un lado, con sus pícaras referencias a la película madre, sustituyendo su atmósfera gótica y malsana por coletazos del gore más digitalizado y menos impactante; por otro, con la aproximación que efectúa, en forma de falso homenaje, a la aventura de James Cameron, aportando una nueva y decepcionante heroína al aquelarre alienígena. Las dudas sobrepasan a las respuestas, las que menos interesan (al realizador, no a los curiosos espectadores) se olvidan en la sala de montaje (muy propio en el cine de Scott) y, al final, este batiburrillo de géneros, sin un núcleo sólido al que aferrarse, acaba jugando en tierra de nadie. Queda, eso sí, un empaquetado visual deslumbrante, pero completamente hueco. Los gritos en el espacio, nuevamente, tendrán que esperar.