DESEOS SIN (IN)GENIO
Durante la década de los noventa, y en paralelo a su exitosa saga de Scream, el cineasta Wes Craven produjo una hornada de filmes de serie B (algunos incluso con reminiscencias a la productora Troma) que rescataba, con mayor y menor fortuna, el espíritu camp de afamadas series como la inquietante Historias de la cripta. La mayoría de ellas desterradas de la mente del espectador medio, sazonadas con una comicidad próxima al Freddy Krueger más desfasado y precursoras, a su vez, de una calamitosa colección de secuelas estrenadas directamente en formato doméstico, la humildad, económica y de ideas, de dichas propuestas encontró el apoyo moral de no pocos devotos del horror sobrenatural, quienes no tardaron en encumbrarlas como imprescindibles piezas kitsch de las infalibles madrugadas televisivas.
Como si hubiera sido recuperada del baúl de los recuerdos, utilizando a la descacharrante Wishmaster de columna vertebral (de hecho, posee unas conclusiones idénticas en su afán de desmentir lo visto en los minutos anteriores), SIETE DESEOS repite la jugada seriéfila de aquellos años cumpliendo, en gran medida, con las características que comparten este tipo de producciones: director de género con futuro incierto (John R. Leonetti, autor de la anodina Annabelle), actuaciones mediocres de actores semidesconocidos para el público (eso sí, con la correspondiente resurrección de viejas promesas, a ser posible del gremio del horror) y una historia con ínfulas de leyenda urbana (en este caso, la existencia de una caja de deseos con oscuros secretos) plagada de todos los clichés propios de la temática. Actualizada con los últimos aportes del cine de terror contemporáneo (la muy notable Destino final) y remarcada con ese aire a lo Gossip Girl que tanto encandila a los jóvenes norteamericanos (por algo está enfocada taquilleramente a ellos), la película no deja de ser un efectista batiburrillo carente del menor estilo. No obstante, si se mira con los ojos empapados en la dichosa nostalgia, tal vez sea gozada por aquellos que, tiempo atrás, se pasaban las horas buceando en las polvorientas estanterías de los ya inexistentes videoclubes con el propósito de encontrar el VHS con la carátula más bizarra, espeluznante y deliberadamente hortera del establecimiento.