DESCARRILAMIENTO CON VÍCTIMAS
Dias antes del visionado de su adaptación cinematográfica, y fruto de las incesantes críticas positivas, las cuales la encumbraban como el thriller literario del momento, me acerco a las páginas de LA CHICA DEL TREN con la esperanza de encontrar gran parte de la maestría prometida por no pocos lectores de confianza. Ya sea por las altas expectativas o por una simple desconexión con el relato en cuestión, mi decepción no tarda en aparecer ante una narración ciertamente original en su tratamiento pero de alarmante ausencia de contenido, olvidable a corto plazo, incapaz de sobrepasar la categoría de best-seller de ocasión y cuyas reminiscencias torpemente rescatadas, desde Patricia Highsmith y el espíritu indiscreto de Hitchcock pasando por la reciente Perdida de Gillian Flynn, son tan descaradas como vilmente masacradas.
Está claro, pues, que el gran inconveniente del largometraje que nos ocupa reside en el libreto de origen. Por desgracia, ahí no queda todo. Como si de un mal anunciado se tratara (ya saben el dicho: la novela es mejor que la película), los defectos de fábrica se agudizan intensamente en su traslación a la gran pantalla. Su director Tate Taylor, especializado en productos no aptos para diabéticos (su mejor trabajo hasta la fecha es Criadas y señoras), desconoce la esencia de un género que le queda demasiado grande, presentando un producto a a caballo entre el folletín salpicado con notas criminales y el melodrama más exacerbado. Todo resulta postizo, apático, desde la descomposición vacua de sus personajes femeninos (me río de la misoginia figuradamente exhibida en la citada Perdida) hasta su forma rastrera de estirar los códigos básicos del suspense.
Involuntariamente cómica, próxima a los telefilms de sobremesa del fin de semana pero con afamados (y descolocadísimos) actores, La chica del tren se descubre como uno de los espectáculos más pobres, insufribles y absurdos de los últimos años. Tanto en papel como en celuloide.