LÁGRIMAS DE COCODRILO
Fruto, posiblemente, de explotar hasta la extenuación los parámetros comerciales de la década anterior, la primera etapa de los años noventa fue un auténtico caldo de cultivo de los llamados placeres culpables (o guilty pleasure, si lo prefieren), sobre todo si atendemos al ámbito del cine romántico/ melodramático. A esta época pertenece, metiéndonos ya en contexto, cintas como la recordada Ghost (Más allá del amor) o la no menos popular El guardaespaldas, folletín corta-venas a mayor gloria de la malograda cantante Whitney Houston y de la cuenta corriente de su principal benefactor y aquí también protagonista, el oscarizado Kevin Costner.
La jugada de esta última se basaba en una fórmula tan simple como eficiente: reunir a la diva musical y el galán cinematográfico del momento en una relato de amor con alas aparentemente trágicas y recargarla con las pomposas sinfonías de su vocalista femenina. Daba igual si su director poseía talento en su profesión o si la historia suponía, de por sí, una ida de olla considerable. Lo que importaba era hacer caja. Y a fe que lo logró. A pesar de ser masacrada por la crítica y de su mediocridad como producto de diseño, la cinta arrasó y desencadenó legiones de admiradores, aumentó la leyenda de su intérprete y colocó las melodías de su fantástica banda sonora, todavía hoy recordadas por el gran público, en lo más alto de las listas de ventas.
Aunque en un principio pueda parecer descabellado, HA NACIDO UNA ESTRELLA (A star is born) nace, valga la redundancia, con idénticos intereses de partida. Con la excusa de proponer una nueva revisitación del libreto original de William A. Wellman (existen oficialmente tres versiones, siendo la mejor la protagonizada por Judy Garland), el aquí debutante Bradley Cooper, mejor actor que director, calca, punto por punto, los desmanes del largometraje de Mick Jackson ofreciendo un artefacto lacrimógeno-melódico tan alargado (dos horas y diez de metraje) como fatigante y empalagoso, en donde la búsqueda de la conmoción en el espectador, a ser posible provisto de un buen puñado de klínex, se revela como la prioridad última del mismo.
Y eso que el film empieza estupendamente. Tanto el primer encuentro de Cooper y Lady Gaga, bastante limitada de registros en su primer trabajo de relevancia, como los paseos nocturnos de ambos compartiendo confidencias, recuerdos del pasado y anhelos artísticos están narrados con elegancia y cierta emotividad. Un primer tramo rematado, de forma rimbombante, con el espléndido (y gratuito, todo sea dicho) número musical Shallow, el I will always love you de esta “edición”. Pero todo se va a pique a partir de esta secuencia. Los clichés entran en juego; los secundarios se antojan forzadísimos (fíjense bien en Andrew Dice Clay, el padre Lady Gaga); la artificialidad del invento, cámaras lentas y primeros planos relamidos inclusive, se manifiesta más de la cuenta y el sonrojo se asienta de forma permanente (el bochornoso episodio en los Grammy provoca una involuntaria comicidad). Eso sí, resulta imposible cuestionar la efectividad de una producción diseñada milimétricamente para reventar las taquillas de medio mundo. En ese sentido es terriblemente honesta con el contribuyente. Otra cosa es que, realmente, sea una buena película.