LOS GRITOS DEL SILENCIO
El terror, en todas sus vertientes, tanto argumentativas como formales, está viviendo una nueva época de plenitud cinematográfica. A las ya comentadísimas aproximaciones de James Wan, maestro del desasosiego e incuestionable precursor de esta nueva y sugestiva corriente (suyas son Insidious, brillante vuelta de tuerca al manido tema de casas encantadas, y los excepcionales casos del matrimonio Warren), próxima a un cine declaradamente comercial y abierto a toda clase de público, se está uniendo, además, una serie de títulos, exultantes en su desprecio a los efectismos gratuitos, pequeños pero rebosantes de valores fílmicos, ocultos en las sombras por el carácter independiente de los mismos.
The babadook, la «carpenteriana» It follows o la bellísima La bruja son solo tres magníficos ejemplos. Y los tres, de corte sobrenatural pero de rasgos audiovisuales bien distintos, constituidos como clásicos desde el mismo momento de su estreno, compartían curiosamente la característica más anhelada por los entusiastas de los escalofríos: la cristalización del horror más puro, incómodo y primario. Aquel que no se ve pero que se intuye en cada plano, en cada línea narrativa malévolamente descrita, ya sea en la autodestrucción originada por una maternidad no deseada, en la sexualidad primeriza o en la oscuridad que descansa en las profundidades de los bosques de Nueva Inglaterra.
Uniéndose a este grupo de películas, principalmente en su fundamento de base y en la complejidad que encierra su manoseado planteamiento, UN LUGAR TRANQUILO fascina en su búsqueda de nuevas formas que reflejen tramas erosionadas por el uso y en su rechazo de los artificios explícitos y pirotécnicos en favor de la sugestión, creando una conseguidísima atmósfera de tensión a través del minimalismo y la anticipación. Los ingredientes de su premisa son bien sencillos y, a su vez, tan bien licuados por su director, el también actor John Krasinski, que resulta difícil creer que a nadie se le haya ocurrido conferir semejante propuesta: un futuro apocalíptico, abrasado y ausente de cualquier indicio de civilización; una familia que deambula por esos parajes fantasmales (ecos visibles de La carretera) y un Mal, latente en los páramos que rodean la zona, que hace su aparición ante el mínimo sonido establecido. En uno de los mejores debuts de género de la década, comparable quizá al perpetrado por Robert Eggers en la comentada La bruja y felizmente condensado en unos acertadísimos noventa y cinco minutos, Krasinski desgrana la información con cuentagotas y transforma, gracias a la escasez de detalles específicos, un relato de apariencia realista en algo completamente irracional, casi lovecraftiano, desarrollando una jugada conceptual muy similar a la llevada a cabo en la obra maestra de Frank Darabont La niebla.
El resto es cine psicológico en su máxima expresión, de un nivel de altísima calidad: a la pesadilla expuesta, enaltecida con escenas de una espléndida planificación (la secuencia de la bañera puede originar taquicardias en el personal, avisados quedan), se le une una no menos espléndida descripción del drama familiar, narrada sin maniqueísmos, profundamente emotiva. La empatía que despierta la humanidad de sus personajes aumenta el pánico, la claustrofobia se adhiere con pegamento al film y el clímax final, sobresaliente, se hace irrespirable. Y en ese imponente acabado escénico, resuelto con ciertas reminiscencias al suspense de Shyamalan, el silencio, presente en la mayor parte del metraje (estamos hablando de una exposición prácticamente muda), se acaba convirtiendo en el gran protagonista de la cinta. Y en el grito más ensordecedor.