EN BUSCA DE LA BELLEZA
Es difícil expresar el cine de Paolo Sorrentino con palabras que describan la inmensa cantidad de sentimientos y sensaciones que en él habitan. Constructor de un universo propio, claramente identificable, e influencia en nuevas generaciones de realizadores, posee la virtud de convertir la imagen en el concepto gráfico de todo aquello que quiere contar y transmitir, provocando en el espectador la conmoción más sincera y plausible. De hecho, puede que, como si de un mensaje en clave se tratase, él mismo haya mostrado las intenciones de su obra a través del turista que, al comienzo de La gran belleza, cae fulminado víctima del Síndrome de Stendhal ante el imponente paisaje que le rodea; esa emoción, ese éxtasis de placer, es la meta cinematográfica del italiano: contagiar al espectador de la perfección más real e intensa, aquella que aprecia la vista y, principalmente, la que habita en la memoria de sus personajes.
Por supuesto, Sorrentino sigue buscando la gran belleza en LA JUVENTUD. Tiene un talento tan inmenso que es capaz de encontrarla tanto en los parajes que rodean el balneario de la película, una especie de hotel Budapest morado por viejas glorias ya retiradas, como en los movimientos corporales de una joven incondicional de los videojuegos. Y de ejemplificar el paso del tiempo con un simple movimiento de catalejo. Los protagonistas, unos envejecidísimos (y excepcionales) Michael Caine y Harvey Keitel, director de orquesta y cine respectivamente, rememoran sus años dorados mientras contemplan el entorno que gira a su alrededor. Juegan a pronosticar futuros y primerizos romances, debaten sobre los motivos que hacen que dos amantes se sientan como verdaderos extraños, se sorprenden ante el deterioro físico de admiradas leyendas del deporte y quedan fascinados por la presencia afrodisíaca de una modelo emergente. Pero a todos les une un anhelo común: la juventud. Una juventud añorada, perdida ante el devenir de la naturaleza o destruida por la factura de los excesos.
Emulando a su amado Fellini, el cineasta encuentra un último refugio para estos soñadores: los propios recuerdos. Tras un torrente de imágenes cristalinas, de hipnóticos encuadres, en donde nada ni nadie es gratuito, demuestra nuevamente ser un romántico empedernido al convertir el amor, el más puro y honesto, en epicentro de la creación más sublime. Y claro, las emociones destiladas sólo pueden compararse con las producidas en su obra maestra. Como en aquélla, hay verdad, hay sentimiento, pervive el gran cine. Y también, un final que descubre, a golpe de batuta, las respuestas necesarias para entender el espíritu evocador y catártico que impregna la función. Escuchen la letra o, en su defecto, lean los subtítulos; en ella se encuentra el secreto de esta bellísima película.