EL ÚLTIMO MAGO DE HOLLYWOOD
Una imagen puede expresar mucho más que la palabra más reveladora. Stanley Kubrick lo sabía muy bien. Siempre a la vanguardia de los últimos avances tecnológicos, desde sus primeros ensayos en blanco y negro hasta sus celebrados títulos a pleno color, demostró cómo el poder visual podía dibujar, por sí solo, el relato más embriagador y atrayente. Así, los planos simétricos, los travellings imposibles, con el uso de la Steadycam como colofón final, y el brillante uso de la paleta de colores como representación externa de los fantasmas que habitaban en sus personajes, unidos casi siempre a una portentosa sinfonía de fondo, se convirtieron en los verdaderos artífices narrativos de sus películas. Su modernismo gráfico, ahora clasicismo para algunos, rompió tantos muros en la mentalidad conservadora de la época que, lógicamente, sus detractores no tardaron en salir de sus cavernas. Megalómano, egocéntrico y sensacionalista fueron algunos de los adjetivos que, todavía hoy, resuenan alrededor de su leyenda. Calificativos, no por casualidad, atribuidos al promotor del largometraje que nos ocupa y, para algunos, digno heredero del cineasta británico: el ya imprescindible Christopher Nolan.
El realizador de Memento es, posiblemente, el último gran mago de la industria hollywodiense. Amado y odiado hasta extremos impensables, creador de un universo propio poblado por hombres murciélago, parábolas interestelares y submundos más allá del campo de los sueños, su capacidad de fabulación le ha permitido aunar, en un mismo envase, cine de autor y espectáculo con una maestría difícil de encontrar en el panorama actual. Y, como Kubrick (con el que comparte no pocos aspectos citados en el primer párrafo), es capaz de imprimir los tres pilares fundamentales que transforman las historias banales en épicas extraordinarias: innovación, riesgo y emoción. Términos presentes en la fascinante DUNKERQUE, crónica del rescate a contrarreloj de miles de soldados ingleses durante la Segunda Guerra Mundial y espejo, una vez más, de sus consabidas y (casi siempre) geniales inquietudes. Brillante incluso en sus pequeñas imperfecciones, pulida en sus chascarrillos más enjuiciados (queda claro lo que muchos sosteníamos: cuanto menos explica, más sobrecogimiento transmite), su nuevo proyecto significa un punto y aparte en la carrera del cineasta, así como su trabajo más maduro hasta la fecha y, con toda probabilidad, el que marcará los nuevos parámetros creativos de su filmografía. Y todo ello sin renegar de los grandes artesanos clásicos.
En Dunkerque no importa el qué, sino el cómo. De esta manera, las kilométricas playas francesas de la contienda son visualizadas como una especie de limbo detenido en los límites del espacio y tiempo en donde el enemigo nazi (y he aquí la gran proeza del film) se refleja como un destructor invisible, oculto entre las tiras de celuloide, alegoría final de esa presencia maligna que va devorando las páginas de Casa Tomada de Cortázar. Con escenas destinadas a clavarse de por vida en la retina, el visionario director ha engendrado un mastodonte de tan solo 104 minutos de duración en el que la milimétrica composición de los encuadres y planos, vibrantes de un inspirador patriotismo administrado en sus justas dosis y acompañados por una claustrofóbica partitura de Hans Zimmer, altera los nervios del público hasta el punto de mantener la sangre en un perpetuo estado de ebullición. Una odisea bélica difícil de describir, pero inmensamente placentera de experimentar.